Uno de los principales errores en muchos de los estudiantes e intérpretes musicales, se evidencian en una preocupación extrema por el dominio técnico del instrumento, pero abandonando y soslayando los contextos musicales de intervención; una cosa es querer tocar buscando la perfección; otra, muy distinta, desarrollar simultáneamente la sensibilidad musical.
Demás está decir que la música es un lenguaje y, como tal, hay que aprender a usar las herramientas que nos puede proporcionar ese lenguaje. Normalmente, salvo en situaciones excepcionales, la armónica debe dialogar y fusionar su materia prima sonora con otros instrumentos. En ese ensamble, es vital entender algo que es tan obvio que se vuelve invisible: la escucha. Escuchar la rítmica, escuchar la armonía: hacerlo propio. De otra manera, es inútil querer melodizar de manera autónoma, dejándose llevar por arrebatos técnicos que no tienen un cauce concreto. Esa cualidad es propia y definitoria de la música: la posibilidad de que la simultaneidad no entorpezca, sino que exalte la combinación sonora.
Las discusiones y reflexiones en torno al tema pueden ser infinitas, porque nadie puede establecerse como el comisario de la percepción: uno nunca sabrá de modo absoluto qué sucede en el usuario/consumidor de la música, de cualquier música, de cualquier género. Lo que sí es innegable, es que cada especie musical impacta en el aspecto físico de las personas: de ahí nacen los folclores y sus respectivas danzas. De ahí también surgen los experimentos urbanos de la industrialización: movilizar, neutralizar, impactar, imantar los cuerpos hacia algún campo magnético de repetición que ayuda a instalar un horizonte de expectativas.
Siendo conscientes que los criterios objetivos no pueden ser usados como parámetros absolutos para mensurar una interpretación mala, regular o buena, sólo apuntaremos algunos ítems que consideramos necesarios y que suelen opacar el desarrollo del instrumento y, por lo tanto, su participación en el panorama musical:
- querer tocar millones de notas por segundo por un afán meramente efectista: que existan pasajes de floreo, es un buen recurso para matizar durante una ejecución o para una puesta específica de muestreo técnico, pero estar recargando de notas una melodía a cada instante (la pesada herencia de los guitarristas eléctricos) satura, cansa, desluce, no sorprende.
- bastardear el instrumento, el tocar por tocar, porque queda copado, porque Dylan y Jagger la usaron en sus temas y tocan así, porque queda bonito el ornamento: si no se posee control técnico ni tampoco hay deseos de evolucionar, entonces la referencia de Howlin’ Wolf, Big Mama, Kitty Durham y Tracy K es positiva para indicar el camino en ese caso.
- querer estar tocando todo el tiempo; es entendible que para quien toca sólo la armónica y solamente la armónica, sobre todo en los inicios, se genera un estado inerme cuando está esperando el turno de intervención o cuando ya terminó su solo: ahí hay que educarse en el oficio de la espera y del disfrute.
- ignorar la composición, desentenderse de la obra en cuestión como si diera lo mismo un tema que otro; si se trata de una jam lúdica o un juego de improvisación para ejercitar la memoria musical, pasa; pero si se participa de una narrativa y un mapa musical específico, hay que estudiar previamente y empaparse en el lenguaje del género musical y en el sentido (en el caso que lo tuviere) de lo que dice la letra.
Esta claro que, cuando hablamos de educarse musicalmente, no centramos el objetivo en manejar de modo perfecto un instrumento y todos los elementos que rodean a la teoría musical. Se trata de saber leer el contexto, desarrollar criterios, pautar las intervenciones, promoverse en el carácter dialógico de la música y en la conciencia de su impacto sociológico.